Embolotaba con caujaro el esqueleto de caña brava dispuesto a decorarlo con papel multicolor. La brisa jugaba con mi lacia cabellera. Muy cerca, el abuelo, se mecía canturreando a la vez que ajustaba los nudos flochos de mi petaca. La cuerda se había enredado entre sus piernas.
- No le echéis tanta pega- me aconsejaba- quitale un poco de rabo y se lo amarráis a la cola, de esa manera salváis el peso y te cambia pa’todos lados sin culequear.
Terminada la tarea con los frenillos, comencé a enrollar la hilaza que había rodado hasta el chirimoyo en el traspatio.
- Ya sabéis, soltale toda la pita. Quiero ver esa fuga por encima del cocotero.
Canturreo en el mecedor al momento justo de enrollar el pabilo en una estaca de mango.
- No le echéis tanto almidón que lo empegostáis- le indico- hacele flejes a las tarabas; quiero ver esa fuga bien alto, roncando el cielo como un cigarrón.
¡Que molleja e’ petaca!, exclamaron admirados otros niños. Mi hijo me devolvía una tímida mirada llena de regocijo.
Entre mecidas y tarareos, disfruto el espectáculo multicolor que ofrecen decenas de papagayos en el cielo simulando una lluvia de flores y mariposas que traspasan el extinto cocotero.
Entre la gama, distingo uno en especial que por su elegancia, belleza y colorido, planea reinando los cielos. Mi memoria en reminiscente nostalgia se traslada a los tiempos que, por vez primera elevara un volantín con mi abuelo.
Abajo, justo entre las patas del mecedor, quedó enredado el hilo del último flochito que mi nieto elevara en el traspatio, corriendo de un lado a otro.
- Abuelito, abuelito!, cuando yo aprenda a hacer bien las petacas, ¿también puedo usar los colores como en la fuga de mi hermanito?
- ¡Claro mijito!, esos y todos los colores que queráis, estos son los colores que identifican tu patio, los colores con los que se pintan las casas de Santa Lucía.
Jorge Jiménez
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