miércoles, 6 de enero de 2010

Cuento

MICROELEGIA NÚMERO DOS

Miguel Paz Bonells


Abandonado por su madre al nacer, el pequeño conoció la adversidad desde sus primeros días de su existencia… Fue recogido por un campesino ya anciano, cuyo rancho se levantaba muy cerca de una poderosa súper-carretera que partía en dos los feraces campos que abastecían la ciudad.


Allí fue creciendo, solitario, el pequeño, mal alimentado y sin mucha atención por parte del viejo solitario que se había hecho cargo de él, hasta que tuvo edad para aventurarse a explorar, por sí mismo, los alrededores de la miserable choza. En aquel ambiente, relativamente tranquilo, el pequeño fue descubriendo un mundo de árboles, huertos y mariposas, que a veces perseguía correteando o con su tierna mirada.

Un día, entre caminos y encuentros con animalitos del bosque, se extravió por completo y estuvo dando vueltas, desorientado, durante varias horas… De repente observó, con asombro, unas extrañas máquinas que pasaban zumbando como bólidos por un camino negro y recto, mucho más ancho que los que había recorrido antes, pero su mente inocente no presintió ningún peligro. Estuvo parado un rato al margen de la vía, entre asombrado y distraído por las ramas que daban en su cara, movidas por el viento, al veloz paso de aquellos aparatos infernales.

Repentinamente, en su primitiva psicología, percibió al otro lado un reino, también verde, que prometía infinitas aventuras y no menos fugaces mariposas que perseguir… Entonces, impulsado por su instintiva curiosidad, se lanzó a la vía, con la voluntad concentrada en alcanzar el lado opuesto. Las extrañas máquinas silbaban, al pasar, como balas en sus orejas.

Apenas había logrado saltar la isla que dividía aquel extraño camino, cuando algo, que era una frenada, chilló estruendosamente encima de su cuerpo. Se oyó un golpe seco, mientras sintió que lo cegaba un gran dolor, sin que pudiera comprender nada… luego el cadáver del pequeño en medio de la vía.

Nadie se detuvo, ni siquiera el camión que acababa de atropellarlo pero, a partir de ese momento, la mayoría de los vehículos disminuían la velocidad al acercarse al cuerpecito yacente, esquivándolo con sumo cuidado… Desde esa tarde me he venido preguntando por qué los hombres que conducen esas máquinas se preocupan tanto de no pasar por encima de los perritos, después de que están muertos.




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